Artesanos del chocolate buscan antídoto para ganarle a la crisis
En un apartamento modesto, a pocas cuadras de una de las barriadas más grandes de Latinoamérica, una profesora y cuatro ayudantes transforman a diario una densa pasta de cacao en cientos de tabletas de chocolate que empacan a mano y venden en tiendas de lujo de la capital.
Lo hacen a espaldas de los vecinos, quienes creen que en el piso 12 se cocinan tortas por encargo y esa es la razón por la que sienten el fino aroma del cacao, que se desprende cuando el grano pasa por una máquina que lo limpia o cuando vierten la mezcla oscura en moldes y la aderezan con ralladura de jengibre.
Pero el mayor desafío de Nancy Silva no es lograr un sabor sutil sino obtener las decenas de permisos que le habiliten a exportar, el mismo sueño que tienen más de 20 chocolateros que han logrado colocar su marca a nivel nacional pero aún luchan para obtener ganancias, en un país sumido en una recesión económica de cuatro años.
El precio local casi nunca equivale a más de un dólar, aún en las tiendas especializadas. En cambio, las tabletas hechas 100 por ciento con el aromático cacao criollo se venden en Panamá, Estados Unidos, Holanda o Japón por 6, 10 o hasta 20 dólares.
Una buena variedad de marcas todavía solo despacha al extranjero en maletas, porque resulta titánica la labor para pequeños emprendedores que deben tramitar de manera constante hasta 60 permisos de exportación, además de procurar ingredientes escasos, como el azúcar.
Silva lo hizo una vez, cuando viajó a Paris en 2014 para recibir un premio en el prestigioso Salón del Chocolate y vendió en 80 dólares un kilo del que produce con la cosecha de su familia en Río Caribe.
“El verdadero petróleo es el cacao”, dice la emprendedora que aún sueña con despachar su producto a Francia y gestiona los permisos, aún sin éxito.
“Esto en Europa te lo quitan de las manos”, insiste la dueña de Kirikire, sosteniendo una barra con muy poca azúcar y 70 por ciento de cacao. Lo que a la vista da la impresión de que será un sabor rudo o amargo, resulta dulce y frutal en el paladar.
Y es que los chocolateros del país tienen una ventaja vital: la Organización Internacional del Cacao determinó que todo el que produce Venezuela es “fino y aromático”, un lujo que posee junto con otras 22 naciones y representa menos del 5 por ciento del volumen global.
DESDE EL GRANO
Venezuela fue el primer productor mundial de cacao hasta finales del siglo XVIII y lo comerciaba bajo el dominio de la colonia española, recuerda José Franceschi, autor de libros sobre el fruto y parte de una familia cacaotera fundada por su tatarabuelo.
Pero desde hace 50 años, la nación miembro de la OPEP, produce las mismas 16.000 toneladas al año, según datos oficiales, una décima parte de lo que cultivan países como Ecuador o Brasil.
El país reemplazó en el siglo pasado el cacao por el petróleo, su principal fuente de divisas, que ahora parece no alcanzar para aliviar la peor crisis económica de su historia moderna.
Y si bien el negocio central de los Franceschi es exportar cacao, desde hace seis años elaboran chocolates finos con un tercio de la cosecha y los venden en aeropuertos de América Latina, apostando a que su sabor sigue en la memoria gustativa de los viajeros que llegan de Europa o Norteamérica.
La mayoría de los chocolateros artesanales buscan sumarse a un movimiento global que toma fuerza y se conoce como “bean to bar” (grano a barra), porque cuida la calidad desde el cultivo de cacao hasta la barra, para potenciar aromas y sabores que el fruto absorbe, al igual como ocurre en viñedos.
Teresa Pino, una arquitecta que se inscribió en un curso de bombones para entusiasmar a su hermana a superar un cáncer, maneja durante casi tres horas hasta una hacienda de cacao en Caruao, en la costa más cercana a la capital.
Allí encuentra la materia prima de los chocolates +58, que con su hermana y una amiga preparan en su propia casa y comercializan con el código telefónico internacional del país.
“Es un emprendimiento al que le ves futuro, haciendo algo que te gusta en un país complicado”, dice Pino, al terminar de dictar una cata privada de chocolates en una zona rica de su natal Caracas, otro negocio que impulsan en paralelo.
El cacao se lo vende Yoffre Echarri, quien heredó dos décadas atrás un cultivo que inició su abuelo y cuida sin fertilizantes, como lo hacía su padre, tumbando las mazorcas de color intenso con una vara de bambú en una tierra surcada por aguas termales.
A sus árboles de cacao le hacen sombra otros de mangos o naranjas y rodean plantas de banana o malojillo, entre palmeras cargadas de cocos. La fermentación de los granos la hace allí mismo, para que absorban los olores y sabores de la tierra.
“No me doy abasto con los clientes”, dice Echarri, al tiempo que pone a secar las almendras en la azotea de su casa de playa. “Algunos que hace tres meses me pedían cinco kilos, ahora me llaman por 50”, apunta el pequeño productor, que en octubre negociaba cada kilo en 46.000 bolívares, menos de un dólar a tasa libre.
El vínculo tan cercano entre chocolateros y productores y el esfuerzo tanto por identificar el origen del cacao que usan como por promocionarlo, los diferencia de la industria de consumo masivo, dominada en el país por la multinacional Nestlé, que mezcla el fruto local con azúcar, leche y otros ingredientes.
ENTRE PARÍS Y TOKIO
“Fuimos los primeros en el mundo en hacer chocolates con 100 por ciento cacao venezolano (…) lo normal era mezclar un cacao africano”, explica Jorge Redmond, presidente de El Rey, una fábrica que por cuatro décadas se ha mantenido en el segmento de los chocolates finos.
Con la fórmula de vender a profesionales de la cocina o a conocedores unos chocolates que en la etiqueta indican el porcentaje y el nombre del cacao venezolano que utilizan, son ahora la empresa más grande del país en ese nicho, y se definen como “tree to bar” (del árbol a la barra).
El Rey exporta un tercio de su chocolate a países de Europa y Estados Unidos, su principal mercado. En Japón los representa la firma Mitsubishi, una corporación que los incluye en su negocio de alimentos finos.
“Para presentarnos en Inglaterra mandamos desde Japón bombones hechos con chocolate nuestro y la gente se volvió loca”, dice Redmond para marcar la diferencia. Lo normal y más rentable entre pasteleros del mundo es mezclar cacao africano con uno de Venezuela o Ecuador, para otorgarle un fino aroma.
Pero ya no son los únicos. También la cartelera de pedidos pendientes de un pequeño laboratorio que instaló hace dos años Giovanni Conversi, un economista y cocinero de oficio, en el segundo piso de una vieja mansión en Caracas, deja ver nombres de tiendas en Panamá, Miami y Londres.
A sus barras les rocía sal marina o sarrapia, un aromático fruto del amazonas, como lo hacen otros artesanos locales y dice que su producción alcanza unas 9.000 tabletas al mes, el triple que hace un año. En noviembre abrió la segunda fábrica de sus chocolates Mantuano en Argentina, que trae el cacao de su país.
A la par, unos 1.700 emprendedores se han formado en los últimos dos años en la Universidad Simón Bolívar en chocolatería artesanal, dijo Rosa Spinosa, encargada del programa.
“Todos quieren intentarlo (…) Y están exigiendo un cacao de calidad”, dice sobre una producción local que aún no crece.
A los estudiantes les atrae uno de los pocos negocios que resiste a la profunda crisis, pues este año al menos siete chocolateros entrevistados dijeron vender todas las tabletas producidas dentro o fuera del país.
“En chocolaterías como Mococha o Kosak aquí en Paris he visto las tabletas de Franceschi, Cacao de Origen, Herencia Divina, +58 o Canoabo por 8 u 11 euros”, dijo Pedro Baptista, un ingeniero venezolano, que investiga sobre el cacao desde el doctorado que estudia en la Universidad de Toulouse.
Todas son marcas venezolanas y el precio está muy por encima de otras buenas barras de chocolate que él compra por 3 euros.
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