Cronología de una marcha asfixiada
Mi reloj marcaba las 11:40 am cuando logré estacionarme en el C.C. Paseo Las Mercedes. Al salir me encontré con mi más fiel compañero de marcha y subimos a la autopista a nivel de Las Mercedes. Los días previos de protesta mi cuerpo y mis ganas de manifestarme pacíficamente, iban bien acompañados de un pánico irracional que no me mantenía en un estado innecesario de alerta. Este miércoles #26A, salí a la calle un poco más confiada.
En estos días mi bolso va libre de maquillaje, pastillas y las toneladas de periquitos que llevamos las mujeres “porsiacaso”. Cambié mi cartera por un morral en el que solo hay espacio para un termo de agua, el cargador de mi celular, llaves, y por supuesto, pañuelos y un atomizador con una preparación casera: agua, bicarbonato y antiácido, la versión guerrera del 3 en 1. Cambié los jeans por lycras, las sandalias por zapatos de goma y la palidez por un bronceado desigual, que sigue las directrices de la camisa que haya decidido usar.
La marcha comenzó tarde, había sido pautada para las 10:00am y a las 12:30m apenas comenzaron a llegar aquellos que se concentraron en Santa Fe. Venían acompañador por David Smolansky y Juan Requesens quien tenía un mensaje claro: “Aquí nadie se cansa”. La multitud que aquí se congregaba los aplaudía y los animaba. Ellos siguieron con el trote que caracteriza el paso de los dirigentes en las manifestaciones, quienes finalmente decidieron encabezar cada marcha para ponerle cara y liderazgo a la lucha.
La marcha había comenzado y se desplazó por la autopista hasta encontrarse en La Carlota con los manifestantes provenientes de Altamira, Caurimare y esos lares. Ahora la multitud era significativa, como dos caudalosos ríos que finalmente se unen.
El río humano dirigió su cause hacia El Rosal (por la autopista) buscando el Oeste caraqueño que parece intocable para un grupo de la población (uno bastante grande). Salí de la sombra que me proporcionaba temporalmente un elevado y al levantar la mirada pude verlas. La estela de las bombas lacrimógenas es inconfundible, atemorizante y amenazadora. Pero esta vez la reacción fue diferente, la gente no comenzó a correr (como había pasado días atrás en “El Plantón” cuando un grupo de jóvenes encapuchados intentó acabar con el fin pacífico de esta nueva forma de manifestación) al contrario, la marcha seguía su rumbo.
Tenía un vasito de raspado en mi mano, porque claro está que la economía informal ve las marchas como una oportunidad de negocio, y lo guardé en mi bolso para “armarme” con un pañuelo y un atomizador.
Los demás manifestantes comenzaban a hacer lo mismo. Los más jóvenes se tomaban su tiempo para sacar toda la indumentaria de protección que no deja de ser improvisada y casera. Los aplausos y los vítores cargados de euforia indicaban que los estudiantes, esos que se ganaron el nombre de “fronteros”, habían llegado con la adrenalina a tope para intentar resguardar a los demás manifestantes de la cortina de humo que comenzaba a atrapar a la multitud. Sin duda la emoción y el nudo en la garganta es inevitable, así como el sentimiento. Solo un venezolano que ha estado en esta situación podría entenderlo.
En otro momento habría corrido despavorida al ver el primer rastro de lacrimógena a kilómetros, pero el día de ayer algo diferente había pasado. No diré que perdí el miedo, porque no puedo estar más lejos de esa afirmación, pero entendí en qué consiste la resistencia, aunque la represión sea brutal.
Siempre precavida busqué un lugar en donde me sintiera “segura” o al menos un espacio en donde la marea humana y la PNB no me intimidaran tanto. Desde allí pude notar la diferencia, la gente no salía corriendo, la gente permaneció firme, dando la batalla. No hablo de estudiantes jóvenes, hablo de madres, padres, abuelos y niños quienes no se movieron sino hasta que fue realmente necesario.
La autopista, Las Mercedes (Río de Janeiro) y Bello Monte se llenaron de gases, la gente empezó a dispersarse. En ese momento vi a un estudiante herido que era transportado en una moto. La camisa blanca en su cabeza estaba cubierta de sangre, estaba consiente. “No se vayan”, gritaba desesperado. La escena conmovió y asustó a muchos quienes comenzaron a correr. Una mujer en estado de calle alzó su voz: “hay que quedarse”, pero nadie parecía querer escucharla en medio del caos.
Unos pasos más adelante, en la Principal de Las Mercedes, todo parece estar en calma. Las terrazas de los locales están repletas, las cervezas se sirven frías y los almuerzos humean. Los trabajadores salen a buscar algo para comer en su horario de almuerzo. El panorama no parece desencajarlos ni llamar su atención. “Escuchaste eso, suena como un mortero”, comenta el empleado de una frutería quien parece estar atento a cada sonido y movimiento que se de en la zona.
Finalmente regreso al C.C. Paseo Las Mercedes y la cola para pagar el ticket del estacionamiento es larguísima, son otros manifestantes quienes aún en este ambiente corean canciones de marcha mientras aplauden. Al salir y llegar a casa chequeo Twitter para estar al tanto de cualquier información, pues en los medios tradicionales todo parece estar bien y la farándula es el “hot topic”.
Es así como me entero de la muerte de Juan Pablo Pernalete, asesinado por el impacto de una bomba lacrimógena.
Juan Pablo somos todos, él representa la lucha pacífica que es silenciada, representa la juventud sin futuro, la venezolanidad que se perdió en el camino, la impotencia, las ganas de llorar y salir corriendo, las ansias de cambio, él y tantos otros que hemos perdido en el camino.
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