Su espléndido Ford convertible rojo y blanco de 1934 brilla bajo el sol, pero ningún turista lo alquila: la reciente prohibición a los cruceros norteamericanos de viajar a La Habana ha dejado a Esteban Estrada prácticamente sin trabajo.
Estacionado cerca de la Catedral de La Habana junto con una treintena de clásicos estadounidenses de los años 50 -imagen de marca de la capital cubana-, su auto no es el único sin clientes.
«Estamos aquí, parados como ven, todos estos vehículos, que (…) en un día normal, estuvieran casi todos trabajando», explica este chófer de 37 años y añade que lleva así «varios días».
A su lado, decenas de colegas ociosos charlan sentados en un banco o tratan de atrapar a los turistas: «¿Un taxi, princesas?», dice uno de ellos al paso de dos mujeres.
Estrada aprovechó el boom turístico que generó el acercamiento entre Cuba y Estados Unidos a finales de 2014 para dejar su trabajo de taxista común. Durante cinco años se ha dedicado a pasear a los turistas con su reliquia roja y blanca por los sitios más emblemáticos de la ciudad: la costanera del Malecón, la Plaza de la Revolución o el Capitolio.
Pero la distensión entre los dos países terminó con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, que multiplicó las sanciones contra la isla socialista. Su blanco más reciente fueron los cruceros estadounidenses, que ya no pueden viajar a Cuba, como hacían desde 2016.
– «No hay plan B» –
El 5 de junio, algunos chóferes de estas joyas rodantes se despidieron sobre el Malecón del último crucero estadounidense, a sabiendas de que con él se esfumaba una de sus principales fuentes de ingreso.
Para el Estado, la prohibición significa menos ingresos por concepto de atraque y para los cubanos que viven del turismo la pérdida de una generosa clientela.
«Normalmente, el turismo europeo viene en época de invierno, por lo tanto lo que nos mantenía trabajando era el turismo americano, el turismo de crucero», asegura Estrada.
Los estadounidenses todavía pueden viajar a la isla por avión, pero la gran mayoría lo hacía por mar.
Cerca de Estrada, Héctor, que conduce un Chevrolet rosado de 1950, prefiere omitir su apellido. Cuenta que ayer no tuvo clientes en todo el día. «Me doy un mes, un mes y medio, y si sigue así, devuelvo la licencia», dice resuelto.
El hombre recuerda los tiempos en que, incluso antes de comenzar su jornada, una agencia de viajes lo llamaba para reservar un tour de dos o tres horas por la ciudad. Ahora tiene que «cazar» a los turistas, pero sus costes no han disminuido: entre licencia, aparcamiento, gasolina y seguro, calcula unos 30 dólares diarios.
«El gobierno tiene que hacer algo», afirma Héctor.
Algunos de sus colegas dicen que las autoridades cubanas, sorprendidas por las sanciones, «no tienen plan B».
– Generosos turistas americanos –
Incluso el restaurante privado San Cristóbal, que ganó fama cuando Barack Obama cenó allí con su familia en 2016, sufre la falta de turistas: «Ahora mismo el restaurante está al 20%, ayer si entraron seis mesas fue mucho», se queja su propietario, Carlos Cristóbal Márquez, de 55 años.
«Lo que hemos ido es para atrás con todas las medidas que está tomando el presidente Trump», apunta.
Yoel Montano, de 44 años, también apostó por una avalancha de turistas estadounidenses. Hace dos años dejó su empleo en un campo de tabaco para trabajar en la capital. Pero su coche, tirado por la yegua «Mulata», también está parado a la sombra de un árbol en el casco antiguo.
«Cuando entraban los cruceros, todo el país tenía vida, venía mucho turismo». Hoy, «las plazas están vacías», es «muy triste», dice Montano.
Trump «acaba con nosotros, acabó con Cuba, es un loco», opina y destaca que «el mejor turismo es el americano. Se portan muy bien, son amistosos».
«Los turistas americanos dan mucha propina y esto hace que nuestros trabajadores se esfuercen más», dice por su parte Eddy Basulto, de 42 años y propietario de la cafetería «Al Pirata», ubicada en una de las adoquinadas calles de La Habana Vieja.
Pensando precisamente en ellos, Eddy se especializó en «comida saludable», con muchos vegetales y frutas en su menú. Pero con la partida del último barco, asegura que su negocio ha «perdido un 60% de las ventas».
«Esta mañana yo vendí solamente dos desayunos», mientras que «cuando nos tocaba un crucero (…), lograba tener (…) tres veces las mesas llenas con desayuno, y entrabas al día con una energía espectacular», ilustra.