Hacia un nuevo paradigma económico
Hace mucho tiempo que la fe de Occidente está puesta en un paradigma económico bien definido y ampliamente aceptado, con aplicaciones en los niveles nacional e internacional. Pero en un contexto de pérdida de confianza en la capacidad de los “expertos” para explicar (ni hablar de predecir) los fenómenos económicos, esa fe se ha deteriorado. Aún no aparece un nuevo paradigma, y la economía mundial enfrenta cada vez más riesgo de una fragmentación que deje todavía más rezagados a países que ya son vulnerables.
El paradigma que hasta hace poco dominó gran parte del pensamiento y la formulación de políticas en el área de la economía se expresa en lo que se denomina Consenso de Washington (un conjunto de diez recetas políticas amplias para los países) y en la búsqueda de la globalización económica y financiera en el nivel internacional. La idea, en síntesis, era que la adopción de mecanismos de precios basados en el mercado y de la desregulación en el plano interno, sumada a la promoción del libre comercio y una relativa libertad de los flujos transfronterizos de capitales, beneficiaría a los países.
Se consideró que profundizar los vínculos económicos y financieros entre los países era el mejor modo de producir avances duraderos, aumentar la eficiencia y la productividad, y mitigar el riesgo de inestabilidad financiera. También se pensó que esta estrategia produciría beneficios secundarios, desde la mejora de la movilidad social interna hasta la reducción del riesgo de conflicto violento entre países. Y traía consigo la promesa de favorecer la convergencia positiva de los países en desarrollo y desarrollados, lo que reduciría la pobreza (absoluta y relativa) y debilitaría el aliciente económico a la migración transfronteriza ilegal.
Esta estrategia tenía el respaldo de las teorías económicas tradicionales que se enseñaban en la mayoría de las universidades, y recibió un impulso tras la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, cuando los países excomunistas, junto con China, se unieron al orden mundial dominado por Occidente, lo que impulsó la producción y el consumo agregados.
Pero en algún momento, la confianza en el Consenso de Washington se convirtió en algo parecido a la fe ciega. El exceso de complacencia resultante (en el que participaron autoridades y economistas por igual) ayudó a que la economía mundial se volviera más vulnerable a una serie de pequeños shocks que culminaron en 2008 con una crisis que puso al mundo al borde de una devastadora depresión económica plurianual.
De pronto, las ventajas de la globalización quedaron cortas en comparación con los riesgos. Y para colmo, la crisis se originó en Estados Unidos, que hasta entonces había sido el principal defensor del Consenso de Washington y de una globalización irrestricta, defensa que llevó a organismos multilaterales como el G7, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio.
Parte de la culpa puede atribuirse al error analítico. La profesión económica no llegó a elaborar una explicación integral de la conexión entre un sector financiero cada vez más grande y desregulado y la economía real. No se comprendió debidamente el impacto de los grandes avances tecnológicos. Y se prestó poca (o ninguna) atención a las enseñanzas de la ciencia conductual, dando preferencia a fundamentos microeconómicos analíticamente elegantes, pasibles de una fácil modelización, pero irreales y demasiado simplificados.
En tanto, las autoridades no advirtieron las consecuencias económicas, políticas y sociales del aumento de la desigualdad (no sólo la de ingresos y riqueza, sino también la de oportunidades) y esto permitió un progresivo vaciamiento de la clase media, tendencia agravada por fenómenos tecnológicos y no tecnológicos. También subestimaron los riesgos de contagio financiero y oleadas migratorias. Esto llevó a que la realidad dejara muy atrás las reglas y normas conductuales y se intensificara la polarización política.
En el nivel internacional, el viejo orden de posguerra se vio cada vez más cuestionado por el ascenso de China, cuya inmensidad (tanto geográfica cuanto poblacional) le permitió adquirir importancia sistémica, pese a contar con un ingreso per cápita relativamente bajo y un sistema político que parecía incompatible con una economía liberal de mercado. A las grandes instituciones económicas globales les costó adaptarse con rapidez suficiente.
En realidad, salvo por algunos retoques, la estructura de gobernanza del FMI y del Banco Mundial siguió reflejando realidades del pasado; en particular, Europa conservó una influencia desproporcionada. Incluso el G20, surgido cuando el G7 se mostró demasiado estrecho y excluyente para facilitar una coordinación eficaz de las políticas económicas, fue incapaz de cambiar el juego. La falta de continuidad operativa, sumada a desacuerdos entre los países, debilitó en poco tiempo la eficacia del G20, especialmente cuando la amenaza de una depresión global había quedado atrás.
En este contexto, no es sorprendente que se haya debilitado el entusiasmo por la globalización económica y financiera. De hecho, hace mucho que las naciones (avanzadas o emergentes) se resisten a la idea de fortalecer los organismos regionales e internacionales delegándoles una cuota mayor de la autoridad nacional.
Algunos países han comenzado a adoptar una estrategia más endogámica o centrarse más en las relaciones bilaterales y (en el caso de Asia) regionales. Estos cambios dan a economías de mayor tamaño como Estados Unidos y China una ventaja clara, mientras que algunas economías y regiones (sobre todo en África) se ven cada vez más marginadas.
Crear consenso en torno de un paradigma unificador revisado no será fácil. Será un proceso lento, complicado en lo analítico y demandante en lo político, que probablemente implique considerar y rechazar algunas ideas malas antes de que se asienten las ideas buenas. También será un proceso más multidisciplinario e intelectualmente inclusivo (más surgido de las bases) que el que lo precedió. Tendrá que adaptarse sabiamente a las innovaciones en inteligencia artificial, macrodatos y movilidad.
Mientras tanto, los economistas y las autoridades pueden hacer mucho para mejorar la situación actual. En el nivel internacional, hay que prestar más atención en el debate político al concepto de “comercio justo” (por no hablar de los desplazamientos sociales). Y es necesario que las economías (especialmente la europea) trabajen activamente para reformar un sistema de gobernanza multilateral agotado y cada vez más carente de credibilidad.
Además, hay que examinar con más detalle los mecanismos de retroalimentación entre la economía real y las finanzas. Hay que entender mejor y encarar aspectos distributivos que incluyen las presiones sobre la clase media y las dificultades de los sectores de la población que corren riesgo de caerse por los agujeros de unas redes de seguridad social sobreexigidas. Esto demanda una comprensión más profunda de los cambios estructurales inducidos por la tecnología; y las grandes empresas tecnológicas deben darse cuenta de su creciente importancia sistémica y adaptarse a ella a la par de los gobiernos.
Una de las principales razones de la pérdida de credibilidad del último paradigma económico fue el exceso de complacencia. No dejemos que haga más daño del que ya hizo.
* Jefe del Consejo Económico de Allianz
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