La Colonia Tovar despierta de la pesadilla del confinamiento y la falta de gasolina
Linda atiende una posada. Rubén cultiva fresas. No son familiares directos, pero comparten el apellido Breindenbach, heredado de los fundadores de la Colonia Tovar, un pueblo alemán en Venezuela que intenta despertar de la «pesadilla» del covid-19 y la falta de gasolina.
La Colonia Tovar (estado Aragua, centro), población de 21.000 habitantes famosa entre los venezolanos por sus tradicionales casas estilo bávaro de rojizos techos a dos aguas, vive del turismo y la agricultura.
La primera actividad se frenó en seco por el coronavirus, con una cuarentena que impidió por meses la llegada de visitantes; y la segunda se vio golpeada por la escasez de combustible que paradójicamente castiga a este país, otrora potencia petrolera.
«Era como una pesadilla (…). Creíamos que (la cuarentena) iba a durar unos pocos meses, pero ya llevamos siete», comenta a la AFP Linda, de 64 años, mientras espera ocupantes para sus cabañas.
El gobierno de Nicolás Maduro mantiene vigente una cuarentena declarada en marzo, pero aplica desde junio un esquema que llama 7+7: siete días de confinamiento «radical» que obligan a cerrar comercios -excepto supermercados, farmacias y otros establecimientos considerados esenciales- alternados con siete días de «flexibilización» que permiten abrir.
El turismo fue autorizado hace un mes, con protocolos sanitarios, pero debe cumplir con el 7+7. Carteles en las paredes de la posada de Linda exigen usar mascarillas y lavarse las manos.
«Hemos podido abrir ahorita y esperemos que para diciembre todo mejore», expresa.
Los agricultores sí pueden trabajar a diario, pero se ven afectados por la mengua del turismo.
«La fresa no espera, tienes que recoger dos veces semanales y salir de inmediato a comercializarlas», dice a la AFP Rubén, de 59 años.
Solía vender mucha de su producción a los turistas los fines de semana.
Ha debido colocarla fuera del pueblo, haciendo maromas por la escasez de gasolina, agravada durante el confinamiento, situación que también dificulta adquirir insumos como plaguicidas.
«Se nos ha enredado completamente el sistema de vida», lamenta este hombre de voz ronca y bigote gris.
Venezuela, con 30 millones de habitantes, registra hasta el momento casi 100.000 casos de covid-19 y más de 850 muertos, cifras cuestionadas por organizaciones como Human Rights Watch, que consideran que subestiman el verdadero alcance de la pandemia. El 5 de octubre, Esteban Bocaranda, alcalde de la Colonia Tovar durante 20 años, falleció por el virus.
– Calles vacías –
Fundada en 1843 en un valle de fresco clima por colonos alemanes, la Colonia Tovar está acostumbrada a ríos de visitantes que caminan entre quioscos que ofrecen todo tipo de hortalizas, dulces típicos y frutas como fresas, moras o duraznos. Muchos disfrutan la gastronomía local, basada en carne de cerdo y embutidos.
Pero en pandemia, sus calles están vacías.
«Las ventas han bajado muchísimo», comenta a la AFP Nathalie Reina, de 34 años, entre las apagadas maquinas de la fábrica de galletas que ha estado por tres generaciones en su familia.
Producía semanalmente unas 200 cajas de 30 paquetes de galletas, comercializadas en negocios de la Colonia Tovar y supermercados de ciudades cercanas como Maracay, la capital de Aragua, a una hora en una montañosa carretera de cerradas curvas.
Ahora solo produce unas 10 cajas.
Nathalie abrió un local propio durante la pandemia para venderlas. «Paradas, las máquinas se van deteriordando, así que hay que ponerlas a trabajar», dice.
De diez empleados que la ayudaban a ella y a su esposo, queda uno.
– Reinvención –
Patricio Rojas, un chileno que hizo de la Colonia Tovar su casa, cerró su pizzería durante la pandemia y la convirtió en un abasto.
«Las ganancias no son extraordinarias, pero da para mantenerse», expresa Rojas, quien también tiene una pequeña posada y una emisora de radio local que dejó de recibir publicidad en esta coyuntura.
«Todo a 50%», dice un cartel escrito a mano pegado en una tienda de recuerdos, donde se venden relojes cucú artesanales, importados de Alemania, que van de 140 dólares a más de 2.000.
Keila Blanco, de 34 años, trabaja allí.
Se siente afortunada: «Hay muchísimos comercios que han cerrado por la pandemia (…). Gracias a Dios la tienda todavía la podemos mantener abierta».
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