Migrar de una crisis a una guerra: cuando el hambre vence al miedo
Los venezolanos huyen de la crisis, pero se están encontrando de frente con la guerra en Colombia. Minada de múltiples amenazas, su vía de escape desemboca en un riesgo mayor, el de convertirse en carne de cañón de grupos armados.
Sobre el limítrofe río Arauca, el vaivén de las canoas es incesante. Pero el puente que une a estos dos vecinos enemistados está desierto desde febrero, cuando Caracas ordenó cerrar la frontera.
Impotentes, los policías que lo custodian miran de lejos a cientos de personas que desembarcan a diario en las riberas lodosas.
Por décadas fueron los colombianos los que se resguardaron en Venezuela del conflicto armado. Pero ahora son los venezolanos quienes vienen a comprar comida, medicamentos y otros productos que escasean en su país y algunos de los que migran lo hacen con bebés en brazos o llevando ancianos en silla de ruedas.
Originaria de Barinas, unos 300 km al norte, María Martínez llegó hace tres meses a Arauca, cabecera del departamento homónimo y separada de Venezuela por 396 km de frontera fluvial.
«Pasamos en canoa con las niñas. Nos habían dicho que había ‘paracos’ (paramilitares), guerrilleros», dice a la AFP en medio de los migrantes que esperan en el comedor de las Misioneras de la Esperanza, donde cada día sirven 250 comidas financiadas por la ONG Caritas.
– El hambre vence al miedo –
El miedo no es infundado. Arauca está bajo el yugo del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la última guerrilla del país, con 2.300 combatientes y que -según militares colombianos- se refugia en territorio venezolano.
También hay rebeldes disidentes de las FARC que se apartaron del acuerdo de paz de 2016 y que disputan el control territorial con el ELN y narcotraficantes.
Para rematar, Arauca se convirtió en un «corredor de salida de la droga hacia el Caribe y por las Guayanas hacia Europa», dice el gobernador Ricardo Alvarado.
El tráfico de cocaína «lo manejan, en una asociación gravísima, la disidencia de las FARC con algunos carteles, y tenemos evidencia de que el Cartel de Sinaloa de México ya hace presencia», detalla a la AFP.
Ignorando las amenazas, los migrantes caen a veces en las garras de estos grupos.
«El actor armado ha hecho uso de la migración para que sus filas se fortalezcan», denuncia Juan Carlos Villate, defensor municipal de derechos humanos. «Muchos niños han sido reclutados» y «los adultos han sido utilizados para cualquier iniciativa», agrega.
Villate alerta además de la existencia de «unos comités de trata de personas» que obligan a mujeres a «ejercer el sexo» por «supervivencia». Algunas son «niñas de 14 y 15 años», afirma.
Pero a María le preocupa más alimentar a sus tres hijos de dos, cinco y siete años que la amenaza de los grupos armados.
Ojerosa y con la cara perlada de sudor, esta madre de 23 años vende café en la calle, aunque espera un «mejor trabajo» para reunir los 90.000 pesos (unos 27 dólares) que necesita para viajar a Bogotá.
– Minas en la vía –
María llegó con el éxodo. Las autoridades calculan que el 16% de los 93.000 habitantes de Arauca son venezolanos. En toda Colombia hay casi 1,2 millones.
Pese a la ola migratoria, en este municipio no han instalado carpas o refugios para atenderlos. Durmiendo en hamacas o directamente en el suelo, familias enteras se amontonan bajo los árboles del malecón que bordea el tumultuoso río, afluente del gran Orinoco.
Por eso muchos insisten en su plan de fuga: con el morral en la espalda, cargando a sus niños o tomándolos de la mano, están determinados a recorrer los 750 kilómetros que los separan de Bogotá, bien sea caminando o aferrados a la parte trasera de algún camión.
A lo largo de la vía los «caminantes» hallan con frecuencia puestos de atención del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y otras organizaciones humanitarias que les reparten alimentos y artículos de higiene.
Sin embargo, poco pueden hacer frente a los campos minados que usan los grupos armados para repeler a sus enemigos.
Con más de 11.400 víctimas en las últimas tres décadas, Colombia es uno de los países más afectados por este flagelo junto a Afganistán y Camboya. Y Arauca uno de los departamentos más golpeados del país, con 229 civiles y 421 integrantes de la fuerza pública víctimas de estos explosivos.
«¿Qué le decimos a los migrantes? No salir de las cercas cuando tienen que hacer sus necesidades, que no se aíslen (…), porque en Colombia se han visto ya accidentes» con minas, cuenta Karen González, voluntaria de la Cruz Roja.
Castigados por la inseguridad en su país, a los venezolanos los acecha la violencia que indiscriminadamente siega vidas en Colombia y que tiene en la mira a activistas ambientales y de derechos humanos.
El 9 de mayo el cineasta colombiano Mauricio Lezama fue asesinado en Arauca, cuando preparaba un cortometraje sobre las víctimas de la guerra. Su muerte llegó a la alfombra roja del festival de Cannes, donde fue homenajeado por colegas.
Y el año pasado al menos 31 venezolanos abultaron la lista de 168 asesinados en el departamento, donde la tasa de homicidios es de 62,2 por cada 100.000 habitantes, casi el triple del nivel nacional.
«Arauca, durante 2018, en proporción a la población, es el departamento que tuvo más homicidios de población venezolana», indica Borja Santamaría, jefe de la oficina local de Acnur. «La presencia de grupos armados tuvo mucha culpa de ello».
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