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23/05/2020 04:24 PM
| Por Javier Solana - Project Syndicate

Opinión | Aprendamos la lección

Opinión | Aprendamos la lección

Entre tantos otros efectos, la pandemia de COVID-19 no ha hecho sino intensificar la ya existente rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos. A raíz de esta tensión, mucho se ha escrito sobre la llamada “Trampa de Tucídides”, con la que el profesor de Harvard Graham T. Allison se refiere al elevado riesgo de conflicto que se da cuando una potencia emergente amenaza con desbancar a una potencia establecida.

La teoría de Allison toma su nombre de las crónicas de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso, en la que Esparta logró derrotar a la emergente Atenas. Pese a las constantes alusiones que veníamos haciendo a este episodio histórico, un importante detalle ha pasado más desapercibido: el factor determinante en la victoria espartana fue una plaga que arrasó a un tercio de la población ateniense, incluido Pericles, líder de la ciudad.

Como explica Frank M. Snowden, profesor emérito de Yale, las pandemias han tenido un rol preponderante en los grandes cambios históricos, aunque prevalezcan en el recuerdo los acontecimientos militares y políticos. Por ejemplo, el tifus truncó la invasión napoleónica de Rusia, y se dice que la gripe surgida en 1918, que terminó contrayendo Woodrow Wilson, mermó las habilidades del presidente estadounidense durante la negociación del Tratado de Versalles.

Sin embargo, las sociedades occidentales habían perdido la perspectiva del daño estructural que puede causar una enfermedad. Ello a pesar de que hay epidemias en curso —como el cólera y la malaria— haciendo mella en las zonas más pobres del planeta, y de que las últimas décadas nos han traído pandemias globales como el SIDA y la gripe A.

Aunque la comunidad científica lleva años alertando de una inminente pandemia respiratoria equivalente en gravedad a la gripe de 1918, el coronavirus se ha propagado por todo el globo sin que estuviésemos suficientemente preparados para combatirlo. En los países más avanzados, esto se ha debido fundamentalmente a una negligente dejadez. En los países en vías de desarrollo, el motivo ha sido su situación de vulnerabilidad crónica, ante la cual su mayor experiencia en gestión de epidemias se antoja escaso consuelo.

Si bien el coronavirus está teniendo un impacto transversal, tanto por su virulencia como por la insólita paralización de la actividad económica, no cabe duda de que está agravando los desniveles sociales ya existentes a escala nacional y global. Día tras día, tanto trabajadores sanitarios como aquellos que desempeñan otras tareas esenciales se arriesgan al contagio, a menudo sin protección adecuada, y a cambio de sueldos que infravaloran la importancia capital de su labor.

Del mismo modo, muchos sectores particularmente afectados por la hibernación económica afrontan un futuro incierto. El reto es aún mayor en países de rentas medias y bajas, por su exigua capacidad fiscal, sus elevadas tasas de informalidad económica, sus precarias infraestructuras sanitarias y su deficientes condiciones de salubridad.

Es por todo ello que hay que entender la gravedad del momento como una contundente llamada de atención, y reformular de una vez por todas nuestro contrato social. En los países desarrollados, hemos descuidado la economía real y hemos permitido que las desigualdades carcoman nuestras sociedades. La reacción no puede hacerse esperar. Lo más urgente es dar una protección adecuada a aquellos que trabajan en sectores esenciales, sacándolos de su precarización y compensando materialmente —además de con merecidísimos aplausos— sus esfuerzos por garantizar el bienestar general.

Asimismo, para encauzar la recuperación económica, debemos dotar de una red de seguridad mínima a todos aquellos que han perdido su empleo por culpa de la COVID-19. Tampoco podemos olvidarnos de los países menos pudientes: es menester aliviar sus deudas, apoyar su obtención de medicamentos y material sanitario en igualdad de condiciones y, cuando haya vacuna, garantizar su acceso a la misma.

No habrá contrato social efectivo sin tener en cuenta el contexto global, y no habrá enfoque global efectivo sin tener en cuenta el cambio climático. La humanidad no tiene posesión común más preciada que la Tierra y, sin embargo, esta viene siendo una de las mayores víctimas de nuestra ceguera colectiva, que la crisis de la COVID-19 ha puesto de manifiesto tan descarnadamente. Del mismo modo que, si hubiésemos escuchado a los epidemiólogos en su día, probablemente habríamos controlado el brote de coronavirus de forma más eficaz y veloz, aún estamos a tiempo de no rebasar el punto de no retorno del calentamiento global. Pero esto solo sucederá si prestamos atención a los avisos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), y obramos sin dilación.

No es siquiera seguro que la caída de emisiones provocada por el confinamiento vaya a ser suficiente para cumplir los objetivos del acuerdo de París. A esto se le añade el riesgo de que una sobreproducción ligada a la reapertura de la economía incremente las emisiones respecto a niveles precrisis, como ha ocurrido en China.

Es por ello que, para evitar la hecatombe, hay que actuar con inmediatez y con tesón: solo podremos mantenernos en el umbral de 1,5ºC sobre niveles preindustriales si la acción es coordinada, ambiciosa y colectiva, dirigida por los gobiernos y complementada por el sector privado. La dimensión climática debe ser tomada en cuenta en todo estímulo de creación de empleo y recuperación económica, para afianzar su viabilidad a largo plazo.

A pesar de la magnitud del desafío, contamos con elementos a nuestro favor. Al contrario que en otros choques sistémicos, como una guerra, las infraestructuras físicas se mantienen intactas y —siempre que la situación sanitaria lo permita— podrán reactivarse con relativa facilidad. Además, la colaboración de toda la comunidad científica en la lucha contra el virus no tiene precedentes, y ha incluido la rápida secuenciación y posterior difusión del genoma del virus por parte de científicos chinos, así como la publicación de centenares de nuevos estudios cada día.

Hay que aplaudir también las múltiples iniciativas públicas y privadas que se han emprendido con el objetivo de desarrollar una vacuna. Sería deseable que estos encomiables esfuerzos tuviesen continuidad, y no se centrasen solamente en el coronavirus. Recordemos que, solo en 2018, alrededor de medio millón de personas fallecieron por malaria o cólera en nuestro planeta.

En un panorama que muchos creen que invita al repliegue nacional, nuestros científicos nos están mostrando el camino a seguir. No solo ponen su investigación al servicio de todos, sino que abrazan una cooperación que les permite hacer más y mejor. Todos los países del mundo, empezando por las dos mayores potencias, harían bien en seguir su ejemplo y tomar conciencia de su irrevocable dependencia mutua. Lo que está en juego es nada menos que el futuro del planeta, y nuestra propia supervivencia.

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